22 de setembre, 2008

El cajón de abedul

Era programador de videojuegos. Llevaba ya 6 años en la industria y se imaginaba que sería más divertido de lo que en realidad era. A él le hubiera gustado más inventar los juegos, dar las ideas, dibujar personajes, crear escenarios y no tener que transformar todo aquello en píxeles delante de un ordenador durante horas interminables y tomando algún café de vez en cuando.

Él nunca había tenido problemas con los ojos, siempre había disfrutado de una buena vista, pero ahora llevaba gafas. Estar tantas horas delante de una pantalla le daba migraña y su médico le había recomendado que se comprara unas gafas.

Cuando era niño y hacía largos trayectos en coche con sus padres soñaba que de mayor se ganaría la vida con los videojuegos. No tenía muy claro en qué tipo de faena, pero estaba seguro de ello. Siempre leía revistas sobre las últimas novedades, donde puntuaban cada juego. El se veía analizando los juegos, pasándose horas jugando sin parar y terminándolos todos para luego escribir las pistas para que los aficionados pudieses terminarlos.

Marc guardaba un pequeño secreto y estaba seguro que su vida pronto iba a cambiar. Tenía una idea para un videojuego y todo estaba pensado: los personajes, los ambientes, las armas, las misiones. En su casa, dentro del cajón de abedul de su escritorio, se ocultaban centenares de hojas con anotaciones muy precisas sobre todo lo que tenía que ser, a su modo de ver, el videojuego perfecto. Quizás lo calificarían para mayores de 16 o 18 años, sí, perdía clientes, aún así, era perfecto. En el juego había mapas reales de las capitales del mundo. Estaban Nueva York, Tokyo, Londres, Moscú, París, estaban todas y cartografiadas hasta al más mínimo detalle. Era costoso, pero valía la pena. Quizás a algunos les parecería grosero, ¿pero no era aquello lo que más vendía hoy en día?

El juego en sí consistía en defecar encima del mayor número de personas. Las personas corrientes valían pocos puntos, pero las celebridades como estrellas del rock o políticos hacían subir rápidamente el marcador. Empezabas siendo un simple gorrión o un colibrí sobrevolando diferentes calles y poco a poco ascendías de categoría. Pasabas luego de paloma mensajera a abubilla, de búho real a halcón y de águila imperial a buitre negro. Y para complicarlo un poco más se añadían distintas misiones a los pájaros. La paloma mensajera, por ejemplo, estaba claro que su misión era llevar un mensaje a un destino. Aún no tenía muy claro el orden de clases pero ya había recopilado un buen número de pájaros distintos y por tamaño. En principio pensaba que a mayor tamaño, mayor nivel, pero también podía ser interesante ser pequeño para colarse en los edificios y cagar encima de algún oficinista o banquero y claro, estando encerrado en un edificio, sería más fácil matarlo, luego, por lógica, aquella pequeña ave necesitaba de mayor habilidad, o sea mayor dificultad y por ende mayor nivel. Pero eso ya lo resolvería, no le preocupaba demasiado. Lo que sí tenía claro era el último nivel. La última ave tenía que ser de las más grandes y él ya había pensado en el buitre negro carroñero, que además de defecar encima de los desafortunados aventureros, tenía que cercarlos y esperar a que se murieran de sed para luego devorarlos. Un festín envidiable y un final de película. Y claro, todo con mucha realidad. Cada pájaro estaría en su hábitat natural y se crearían situaciones reales y sus armas serían las propias de cada especie. Los que cantasen se defenderían con ruido, los depredadores serían más agresivos con sus zarpas y los nocturnos tendrían el don de la invisibilidad. Y al final añadiría misiones extras a las que se accedería obteniendo muchos puntos. Los puntos se conseguirían haciendo alguna barbaridad como por ejemplo sobrevolar un mercado de alimentos y lanzar un proyectil encima de una manzana justo antes de que alguien se la llevara a la boca. ¡Aquello era la bomba! ¡Qué juego tan perfecto!, se decía entusiasmado. ¡Era la re hostia!

Esperó a tenerlo todo terminado y un buen día, viendo que su jefe estaba desbordante de buen humor, fue a llamar a la puerta de su despacho .Su jefe le hizo pasar y con un gesto le pidió que esperara unos segundos. Estaba hablando por teléfono ultimando los detalles de la boda de su hija. Marc lo sabía, la boda de su jefe se hizo oficial aquella mañana y fue lo primero que le contó su compañero de mesa. El jefe, sentado en su cómoda silla, dando una calada a su puro, iba gesticulando exageradamente a cada frase y detrás de él se veía inmensa la ciudad, con todos sus rascacielos y en un punto muy alejado, próximo a unas colinas, Marc veía con esfuerzo dónde se suponía que estaba su pequeña casa. El jefe colgó satisfecho y miró con media sonrisa a Marc ordenándole que tomara asiento y como pidiéndole qué quería. Marc empezó con timidez su discurso y su jefe lo escuchó con atención. Cuando Marc terminó, su jefe cogió en silencio su puro y dio una calada. Marc estaba nervioso cuando oyó con sus propias orejas que su jefe estudiaría el proyecto.

Aquella noche Marc no durmió. No podía. Solo pensaba en su videojuego y en el fin de sus días como programador y todas las puertas que se le abrirían.

Los días fueron pasando y Marc no obtenía respuesta alguna. Una mañana Marc le insinuó a su jefe lo del proyecto. Él le contestó que no sabía de qué le hablaba y le exigió que continuara con su faena y que no perdiera más el tiempo.

Nunca aceptaron su proyecto y se quedó la idea guardada en el cajón de abedul. Se entristeció y hasta estuvo un tiempo enfermo. Luego se recuperó y olvidó parcialmente lo ocurrido, dentro de su corazón seguía aquella sensación amarga de saber que el videojuego hubiera sido un éxito de ventas y que hasta hubiera llegado a ser un clásico.