13 d’octubre, 2008

El metro

Cuando Adrián entró no encontró sitio para sentarse. El metro estaba abarrotado de gente. Era una de esas cosas que le disgustaban. Estar encerrado en un espacio pequeño con tanta gente, y encima todos eran desconocidos. Adrián había venido de Méjico a estudiar cine. En su país las escuelas de cine que había eran bastante caras y su economía no se lo permitía. Le salía más barato coger un avión y marcharse a España. Llevaba ya tres años allí. Y se había acostumbrado a la mayoría de cosas, pero a estar encerrado en el metro en hora punta, no. A aquello todavía no estaba acostumbrado.

Hacía relativamente poco había visto una película de Bresson en la que un chaval robaba carteras estando en un vagón de tren. Bresson, que era uno de sus directores predilectos, sabía contar muy bien en imágenes ese tipo de situaciones, pensaba. Jugaba con los sonidos molestos del metro en circulación para crear tensión en la situación y en el espectador. Era un crack, se repetía.

Sentado en un reservado para ancianos, un hombre con bigote y mandíbula prominente, leía el País. No le estaba gustando nada lo que leía. Hacía poco, unos jóvenes de Girona habían quemado una foto del Rey Juan Carlos y la habían armado. Medio país estaba hablando de ello y estaban buscando a los culpables para llevarlos al tribunal supremo. A malas les podían caer dos años. Lo que le molestaba al hombre con camisa a rayas, no era la pura gamberrada propia de un adolescente, sino todo el barullo que aquello había levantado. Vaya estupidez, pensaba. Con los problemas serios que hay en este país y los de arriba pierden todo el tiempo y sus esfuerzos en pequeñeces como esta. A su lado, pintándose las uñas de un color desafortunado, una mujer de unos 38 años y de muy buen ver, pensaba que quizás era ella la que tenía que llamar. Al fin y al cabo, era ella la que lo había plantado con la intención de hacerse suplicar un poco más y así dejar a Miguel más enamorado. Aunque le costaba. Ella nunca era la que llamaba. Todos sus pretendientes siempre daban el primer paso.

El metro se detuvo y bajó mucha gente. Estaban en una parada importante. A Adrián siempre le había gustado aquella parada. Era su salvación. Como por arte de magia se quitaba de encima todos aquellos cuerpos molestos. Ojalá todas las paradas fueran iguales, deseaba, y me dejaran el espacio vital que todo hombre con principios necesita. Ya se había sacado a Bresson de la cabeza cuando vio a un muchacho bastante nervioso. Aquello le pico la curiosidad y con disimulo forzado lo estuvo observando. Adrián no sabía que aquel muchacho se llamaba Pedro y tampoco sabía que era 8 años menor que él, ni que en un futuro trabajarían juntos en el mundo del cine.

Pedro parecía un colador. Su cara castigada de granos rojizos le hacía sufrir y detestaba la pubertad por dos razones: el acné juvenil y su virginidad. Pedro era barcelonés de toda la vida. Había estudiado en una escuela de maristas y ahora no tenía claro si ir a estudiar a la universidad o empezar a trabajar para ganar dinero. El dinero era una cosa que le preocupaba. Sus padres siempre habían sido pobres y le habían advertido más de una vez que si quería estudiar tendría que pagárselo de sus propios bolsillos. Pero Pedro no tenía intención alguna de estudiar y trabajar a la vez. Sabía de sobras que la buena vida del estudiante, solo es buena, si uno no trabaja. Y ya tenía algún plan para remediar esa situación.

Adrián sacó un libro de su chaqueta e hizo como si empezara a leer. Lo había visto en muchas películas y siempre funcionaba. Un libro entre las manos es la mejor estrategia para observar a los demás. Cada minuto o minuto y medio giraba una página. De vez en cuando levantaba la vista y miraba a Pedro que cada vez estaba más alterado. Adrián lo tenía claro, aquello era Pickpocket, pero aquí el punto de vista cambiaba. El protagonista no era Pedro, sino él. Y mientras pasaba otra página pensaba en que algún día podría hacer una especie de remake de la película de Bresson cambiando el punto de vista.

Al lado de Adrián estaba un viejo de pie, maldiciendo a todos los que estaban sentados. Él era el que necesitaba el asiento. Él estaba cansado y ya tenía cierta edad como para estar de pie tanto rato. ¿Cómo era posible que la gente no se diera cuenta de ello? Cuando él era joven siempre fue educado y servicial hacía los más mayores. Su padre siempre le decía: tienes que respetar a los mayores, piensa que ellos ya han llegado a una edad en la que quizás tú nunca llegues; solo por eso ya merecen un respeto. ¿Era así como le pagaba Dios o quién fuera su buena conducta? Si volviera a ser joven nunca más volvería a ser bueno, se prometía. Todos ellos eran una panda de vagos egoístas republicanos. ¡Ay, si Franco estuviera vivo! ¡Al garrote vil os enviaba yo a todos! Sus piernas flaqueaban y cada vez que el metro aminoraba o aceleraba, el viejo tenía que agarrarse con todas sus fuerzas al mástil central del vagón.

El metro se detuvo en Hospital Clínic. A Adrián le ponía de buen humor aquella parada. Le daba buenos recuerdos. Allí se encontraba la filmoteca. Había pasado muchas tardes sentado en una butaca de la filmoteca, viendo todo tipo de películas. Hacían tres sesiones, la primera empezaba a las cinco de la tarde, la segunda a las siete y media y la última la daban a las diez de la noche. Le gustaba la puntualidad de la filmoteca. Si empezaba a las cinco, era a las cinco y si llegabas tarde, no te dejaban entrar. Le encantaba aquella norma. Le molestaba que alguien entrase cuando ya ha empezado una película. Quién fuese, siempre se sentaba justo delante y mientras se sacaba el abrigo y ocupaba su sitio te tapaba toda la pantalla, y eso sin contar el ruido, le hastiaba el crujir de las palomitas. Afortunadamente tampoco dejaban entrar comida. Cuando Adrián podía asistir a las tres sesiones era el día perfecto. Y si encima las tres películas le habían gustado, ya no se podía pedir más. Entre sesión y sesión aprovechaba para tomar una caña o comer un frankfurt en el Pato Donildo. Los había probado todos. El Frankfurt, el bratswurtst, el picantwurtst, la cervela, la malagueña, el pincho moruno, la butifarra moruna, la butifarra del vallés, la chistorra, la hamburguesa, la hamburguesa picante...En verano cuando hacía mucho calor Adrián iba diariamente a la primera sesión. Hicieran lo que hicieran, aunque ya la hubiese visto mil veces. Se sentaba en su sitio, si estaba libre siempre escogía el mismo, en la parte derecha, el segundo asiento de la antepenúltima fila. Y allí se dormía escuchando buenos diálogos y con la temperatura óptima del aire acondicionado subvencionado por la Generalitat. A Adrián, como compraba el bono, le salía a euro por sesión y para relajarse del calor ya le valía la pena.

Pedro no dejaba de mirar por todos lados. Adrián aún no había descubierto porqué estaba tan nervioso y ahora hasta él empezaba a ponerse nervioso. Llegó su parada, pero decidió no salir. Quería saber que haría Pedro. El hombre con bigote, mandíbula prominente y camisa a rayas dobló el País, se levantó y salió del metro. El viejo cascarrabias dio un paso en dirección al asiento, pero una chica inglesa o escocesa bastante fea se le adelanto. El viejo apretó su puño con rabia. Le hubiese gustado pegarle un puñetazo a la extranjera. La mujer de unos 38 años guardó el pinta uñas y con cuidado, evitando despintarse las uñas, cogió su móvil, marcó 9 dígitos y empezó a hablar con su voz molesta de pito.

El ruido del arrancar del metro sumado a la voz fastidiosa de la mujer de la uñas largas volvió a recordar a Adrián la película de Bresson. Se acerca el clímax, se decía orgulloso de anticiparse al final. Pedro seguía moviendo los ojos de izquierda a derecha, como vigilando a un fantasma. Una gota de sudor se deslizaba de su frente izquierda hacia su mejilla. El metro se detuvo y se abrieron las puertas. Adrián tendría la oportunidad de presenciar en persona un hurto. Aquello le entusiasmaba. Pero cuando Pedro puso su mano encima del pecho derecho de la mujer que estaba hablando por el móvil y echó a correr justo después de que se cerrasen las puertas, Adrián quedó más sorprendido que la propia mujer.