07 de novembre, 2008

Una noche estelar (Director's cut 5)

Aquella noche se prestaba a ser glamurosa. Las limusinas llegaban una a una y de dentro salían las celebridades. Primero, más puntuales a su cita, salían los directores de las películas nominadas, andaban unos segundos por la alfombra roja rodeados de flashes, hasta que unos cuantos periodistas se les echaban encima para hacerles preguntas. Después, haciéndose rogar más de lo necesario, salían de los coches los actores y actrices, acompañados de sus respectivas parejas. Detrás del cordón protector se apelotonaba la multitud ansiosa por ver a su ídolo mediático y un sinfín de brazos agarrados a un bolígrafo y a un papel, sobresalían intentando acaparar su atención. Los más afortunados conseguían que alguno de ellos se detuviera para dar un autógrafo. Cuando la estrella que salía de la limusina era más conocida de lo habitual, la riada de gente se descontrolaba y los de seguridad tenían que empezar a empujar. Había millones de personas que seguían atentamente desde sus casas aquél acontecimiento y todos los que eran de otro país trasnochaban cada año. Los premios Oscar eran de interés mundial.

Llevaban ya retraso cuando cerraron las puertas y empezó la gala. Como siempre, salía el presentador y contaba chistes y hacía juegos de palabras con los nombres de las celebridades a partir de un guión previo y meditado, y los asistentes reían a carcajada limpia y aplaudían sin parar. A todos les entusiasmaba el privilegio de ocupar aquellas butacas. A medida que avanzaba la ceremonia se iban revelando las nominaciones.

Era de esperar que las mejores películas que llegaban a ser nominadas no se llevasen nada y las favoritas, por las que las revistas de cine mensuales apostaban, y las que la mayoría de espectadores adulaban, acaparasen la mayoría de estatuillas. Cada año era lo mismo y extrañamente había sorpresas.

Recuerdo vagamente una vez que los pronósticos fallaron y se lió una buena. Al siguiente año hicieron una remodelación estricta de jurado. Era impensable que una película de bajo presupuesto o extranjera obtuviera alguna estatuilla, ya era mucho pedir si estaba nominada. De hecho, para las películas extranjeras ya se había creado un premio especial. Suponían que una producción fuera de sus dominios no era comparable con sus exitazos de taquilla y era inviable otorgarle un Oscar por efectos especiales, vestuario o guión original.

Lo mismo ocurría con los actores y actrices desconocidos. Y, por supuesto, un director de cine tenía que ganarse la simpatía del país entero. Un director negro nunca había ganado un premio.

Eran conocidos, por muchos amantes del cine, los numerosos errores a la hora de otorgar el galardón a la persona equivocada o a quién menos lo merecía, de la academia, para ello habían inventado la estatuilla honorífica, para remediar tales errores. Aun así, maestros indiscutibles como, Hitchcock, Godard, Ozu o Tarkovsky ni tan solo habían merecido tal reconocimiento. Pero así era la vida en Estados Unidos.

Por eso, cuando dieron el premio de mejor director a Fritz Lanegan, un cineasta del todo desconocido para la gran mayoría de los presentes y del mundo entero que seguía con atención la gala por televisión, hubo un silencio sepulcral en toda la sala, hasta que unos tímidos aplausos empezaron a romper el hielo y llenaron la sala.

Fritz se levantó tímido y se dirigió a la tarima. Era alto y delgado y llevaba parche. Las malas lenguas decían que hacía tiempo un loco le había cortado el ojo. Se le veía muy emocionado. Dio dos besos a la actriz y esta le hizo entrega del trofeo que él recogió con las manos temblorosas. Reguló el micro a su altura y empezó a leer una nota de agradecimiento que llevaba en el bolsillo trasero de su pantalón de pinza.

Su vida no había sido nada fácil. Para él aquel reconocimiento significaba mucho. Lo había estado soñando toda la vida. Creía que después de aquello sería imposible conseguir una cima mayor. Se sentía orgulloso. Pensaba ahora en todas aquellas personas que en su momento lo habían menospreciado. Sabía que su familia no le había ayudado y había perdido a todos sus seres queridos por obsesionarse tanto con el cine. En realidad estaba completamente solo. No tenía a nadie con quien compartir su alegría. La mujer que lo acompañaba estaba comprada, le pagaba dinero para que le hiciera compañía. Había hecho que le preparasen una fiesta en caso de que ganara, le había costado un dineral, pero para él el dinero no era un problema y era importante, en ese mundo, simular que uno tenía amigos. Cuando acabase la fiesta se iría a su casa. Allí le estaría esperando su perro, su único amigo verdadero.

Su voz temblaba y empezaron a caerle unas lágrimas. Se le veía impresionado. Una vez soltado su discurso se secó las lágrimas de los ojos con la mano izquierda mientras introducía la derecha en el bolsillo de su americana para sacar una pistola envuelta en un pañuelo y pegarse un tiro bajo la mandíbula y delante de todos. No dio ni tiempo para los aplausos. Aquel año los Oscar dieron mucho que hablar.