Allí la vi por primera vez.
De pie, con su vestido rojo
y sus gafas.
Inmóvil.
Sólo ella podía ser
la mejor amante.
Sin llevarla a fiestas,
ni a pasear,
ni a comprar,
ni a estúpidos cines
con estúpidas películas.
Sin discusiones,
sin mentiras.
Entré y pregunté:
¿Está en venta?
Luego salí.
Había conseguido
mi maniquí.
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