31 de desembre, 2006

Káiser


Cuando era niño tenía un perro.
Se llamaba Káiser.
Sí, ya se que quizás no es el mejor nombre para un perro,
pero por entonces,
a mí me lo parecía.

Era un perro alemán.
Cuerpo esbelto,
cuello grueso,
mandíbulas de acero,
ojos de lince.
Ojalá algunas personas
fueran tan listas
como lo era él.

A veces,
y aunque siempre andaba muy bien alimentado,
saltaba la hilera de matorrales
que cercaba la valla del jardín y se iba de caza.
Nunca llegaba vacío.
Siempre traía algo consigo.

Normalmente era un pobre conejo blanco.
La hermosa hierba verde que decoraba el jardín
se veía entonces manchada por miles de mechones de conejo muerto.
Sus huesos, las pruebas de su delito,
por supuesto, desaparecían.

Si mi hermano y yo
nos adentrábamos por el bosque,
él, nos seguía cual perro guardián,
siempre fiel a su amo.
Si otro animal nos acechaba,
él salía en nuestra defensa.

¡Qué perro tan perfecto ese, Káiser!

Sólo tenía un defecto:
le asustaba el ruido aterrador de los truenos.

Un día lluvioso,
mi madre cogió el coche.
Llegó al cruce
de la carretera principal y
tumbó a la derecha,
camino de la ciudad.

Aquel día los truenos se oían desde cualquier parte del mundo.

Káiser, asustado,
saltó la valla y
siguió a mi madre y
al tomar el cruce
un coche le dio de lleno.

Mi madre no se dio cuenta y
Káiser se quedo allí, tumbado, agonizando.

Pero Káiser era demasiado fuerte para morir al instante...

Aún recuerdo aquel fuerte olor fétido,
de sus órganos saliéndole de la tripa y
extendiéndose por todo el garaje.

El veterinario le había recetado unas tabletas
que por entonces yo desconocía.
Y yo pensaba,
¿como coño quiere curarlo
a base de pastillas?

Dos días después moría.
Lloré mucho.

Ya ves, Káiser,
aún hoy te recuerdo.

Ya nunca más un trueno
volverá a asustarte.