El gato está muerto,
afirmas mientras deslizas
tu tersa mano por su frío pelaje.
¡Pero haz algo!, grita tu mujer
al borde de la desesperación
esperando y deseando
que seas un Dios.
El hijo llora sin saber aún
que su querido Esfínter
ha muerto envenenado
por algún campesino de la zona
que sólo buscaba proteger
su seca y escasa cosecha.
Sin estar muy seguro de tus actos,
levantas el gato que está muerto
y, confiando así acallar los agudos
aullidos de tu histérica esposa,
cruzas el jardín y entras en casa.
Te encierras en la cocina y
reposas el peso muerto encima
del mármol aún más frío
mientras con la otra mano
abres el cajón de los cuchillos.
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