18 d’octubre, 2007

El metro de Londres


Está la típica inglesa gorda
que ocupa dos sitios
porqué cuando está en casa
sólo se mueve para cambiar
el canal de la tele con el mando
o para afinarse la voz
y pedir a gritos a su esposo
que le traiga un pastel
y un té de menta.

Está el viejo, creyéndose elegante,
con su americana a cuadros,
su camiseta rayada,
su sombrero de pana,
su corbata multicolor y
su paraguas con punta de metal.

Está la chica fea
que cree que pintándose
arregla lo imposible
y muestra sus párpados amoratados,
como si la hubiera pegado
su antiguo novio,
y sus pestañas, más que proteger a sus ojos,
parece que cubren de la lluvia
a los demás pasajeros.

Están los teenager maleducados,
llenos de granos en la cara,
que van en grupos de tres o cuatro
haciéndose los valientes,
enseñando los calzoncillos
y con los pantalones medio bajados,
creyéndose inimitables,
siguiendo esa estúpida e incómoda moda
que pronto pasará.

Está ese hombre bien vestido
con su corbata y su uniforme
recien planchado por su esposa
cargado de monedas que previamente
ha robado hábilmente
y legalmente.

Están esos muchos sentados
que cuando ven entrar a una embarazada
o a un viejo desvalido
disimulan pasando página
a un libro de autoayuda o
fingen estar durmiendo.

Y está la gran multitud
leyendo un periódico
que dan gratis en cada esquina
ya que es invendible
de tanta imbecilidad
que cuenta.

Pero el malo es el vagabundo
medio drogata que pide limosna,
se caga encima
y huele a meado,
admitámoslo.

Funciona igual en todas partes.